viernes, 7 de marzo de 2008

Queriendo ser Salamandra


Paola de los Santos

Cuando un hombre como Marino me llevó a su pueblo de costumbres tan ajenas a las mías lo hice porque lo amaba ¿Qué iba yo a saber de sus intenciones locas? De quererme para presumir un himen virgen que él rompería, de que si él no era el primero era yo merecedora a la deshonra.

Había leído poco, pero había vivido lo suficiente como para que unos años antes fuera como La salamandra de Rebolledo, la Elena Rivas de una ciudad como la que me vio crecer. Una mujer con un empleo de oficina que no se acostaba con un hombre por el dinero ni por su posición económica sino simplemente no se acostaba y ya; una Elena Rivas que había dejado de ser una Santa por el hecho de que los tiempos cambian y las condiciones de una mujer también. Sobre todo, si el Pedregal se había convertido en un San Ángel de residentes adinerados y Papantla en una zona turística donde gente como Gaudencio eran indígenas con concepciones norteamericanas de la vida. Si había que verlo hablando de las ideas de O’Gorman sobre lo que realmente fueron los liberales y conservadores. Fue entonces cuando descubrí que una liberal como yo, no debía hacer caso de las ideas tradicionalistas de un país que quiere imitar el modelo norteamericano, y me entregué a los amores de adolescentes que nada importaron para mi vida de ahora.

Pero un día, una mañana como aquella en que me vendieron, conocí a Marino y me dejé embrujar por él; por sus palabras y porque sabía que una Salamandra vivía en el fondo del océano y quise que Marino me llevara allá. Fue entonces cuando me puse a imaginar a los pescadores y cambié mi noche de bodas en un hotel frente al zócalo por una noche romántica frente al mar. Porque presentía que las noches románticas no son en las playas de Cancún o Acapulco: en una discoteca o en un bar de hombres adinerados sino en una playa virgen, sin servicio a la habitación ni aire acondicionado, no en una cama de hotel sino en una hamaca, escuchando el ruido que provoca el agua salada al juntar las olas con el estero.

Pero nada de eso se dio. Después de los brujos esos que decían estar muertos, Marino y sus padres me llevaron a una embarcación pequeña, jurando me llevarían a una purificación eterna y antes del anochecer comenzaría la transformación de mi alma. Y sí, la transformación de mi alma comenzó desde el momento mismo en que me juntaron con otras cuatro chicas menores que yo y negociaron nuestros cuerpos en una cantina barata de la frontera. Como si yo fuera extranjera, una cachuca con el sueño gringo. De nada valió que dijera que era bien mexicana si mis documentos quedaron en la cama donde me pusieron aquel vestido blanco adornado de caracoles, ahí donde me despojaron de mis joyas y pequeños accesorios alegando que ya no los necesitaba.

Hasta que de un momento a otro, terminé siendo la mujer de un hombre con cara de actor de película mexicana de los noventa o de un escritor en busca de aventuras. Porque me preguntó mi nombre: “Camila —le dije—, 20 años y originaria de Papantla. Con ganas de salir de este puto lugar y de una vez por todas terminar de mitificar la Elena de Troya; porque a partir de hoy seré Elena Rivas en busca de Francisco León o de cualquier otro pendejo que se preste al amor de un animal con veneno”.

El hombre arrugó las cejas y antes de preguntar qué pasaba me limité a recostarlo en la cama negruzca con olor a alcohol y cigarros: en una cama de cemento y un colchón de 300 pesos.

Si Marino y su gente me habían vendido para superar la vergüenza de un maldito loco con disfraz de poeta, era entonces el momento de dejar atrás las lecturas que ofrece la SEP de los románticos de tierras latinoamericanas y hacer mía la propuesta de revalorar el mito de “La seducción eterna” de Amado Nervo y olvidarme de una vez por todas que la “vida nada me debe…” y antes de que el hombre bajo mi cuerpo gritara con un “me vengo” me separé de su cuerpo y lo dejé en la imaginación de qué sería coger con una puta latina que decía ser papanteca, para perderme en la imaginación de qué sería picotearle el cuerpo, con un cuchillo de cocina, en un prostíbulo donde sus gritos serían ahogados con el bullicio y luego seducir al dueño para que me dejara ser la salamandra de su bar.


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