Paola de los Santos
La señora regordeta está loca. Con una madre anciana y 40 años de soltería no se puede esperar más. Pero ella, la estudiante de letras que más de una vez tiene que desvelarse con música de Serrat y una cajetilla de cigarros, no lo está. Ella lo sabe. Piensa. No grita que apaguen la luz o que la señora de abajo, dueña de la casa, le baje el volumen a la música de los Temerarios que suena allá abajo. Como si una adolescente de secundaria pidiera a gritos que regrese su enamorado.
La señora regordeta está loca. Con una madre anciana y 40 años de soltería no se puede esperar más. Pero ella, la estudiante de letras que más de una vez tiene que desvelarse con música de Serrat y una cajetilla de cigarros, no lo está. Ella lo sabe. Piensa. No grita que apaguen la luz o que la señora de abajo, dueña de la casa, le baje el volumen a la música de los Temerarios que suena allá abajo. Como si una adolescente de secundaria pidiera a gritos que regrese su enamorado.
La señora regordeta se llama Ale, Alejandra. Como la protagonista de un vals. Sus anteojos y su piel arrugada la hacen recorrer los años que ella, la estudiante de nombre Penélope no ha recorrido. No obstante siguen los gritos de apagar la luz, de no lavar demasiada ropa y trastes porque el agua se acaba, de no hacer ruido porque ella no concentra en los amores que no llegan. No sabe que Penélope no soporta los regaños. La vuelven neurótica las mujeres ancianas como esa que grita allá abajo. Por eso piensa poner en marcha el plan. Al final, seres humanos es lo que sobra en el mundo. La madrugada llega. Penélope le ha bajado a la música. El sonar de patrullas en las calles habitadas de chicleros durmiendo en las banquetas. Un perro muerto a media calle. Bolsas de basura en las esquinas. Las mismas que no cupieron en el carro recolector. Y una señorita, estudiante de letras que baja a la cocina. Abre la llave del lavabo. Un chorro de agua cae despacio. Disuelve una sustancia negruzca en un vaso de plástico y lo rocía por toda la fruta y carnes que hay en el refrigerador. No olvida agregarle un poco al jugo de naranja para la mañana. Son las cuatro de la madrugada. Recoge sus cosas: libros, dos mudadas, un plato y dos vasos de plástico y sale para tomar un autobús de regreso al Distrito Federal. Que al cabo lleva una semana sin decir de dónde viene ni que es estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras y que estaba ahí tratando de escribir un cuento sobre la muerte.
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