sábado, 23 de febrero de 2008

Noche


Fabián Rivera

No tuvo más opción y ejecutó de pie todo el barullo. De nuevo la comezón en la entrepierna. Imagina que no son hongos, imagina que no son hongos. Mentalízate, pensó. Tres tubos de antimicóticos no surtieron efecto. Comprar la crema necesaria a granel no era muy recomendable, según Diodo. Según Diodo. ¿Qué va a saber el tal Diodo con sus trece? Aún lo sorprenden las espinillas. Diodo, observó detenidamente, era un buen pretexto y soltó una carcajada. Se acercó un poco a la pila de ladrillos (sí, la de enfrente) y alzó la pierna derecha, dejando al descubierto sus partes más blandas al colocar su planta sobre ella: la estampa recordaba la manera en la que el Flais alzaba la propia para joder el árbol del vecino. Se rascó con la mayor delicadeza y las costras previas cayeron o bien, se regaron entre la ropa interior, haciendo compañía a otros fragmentos de piel muerta, de difícil textura, establecidos por la poca higiene.

No tenía mucha importancia si después del ardor soltara algunas lágrimas: no aceptaba perderse ese temblorcillo tan especial, producto de la orgía de sus uñas sucias y carcomidas con esa parte de su anatomía: sucedieron algunos minutos de batalla. Detenido y obseso, Diodo jadeaba con la escena.

Qué va a saber con sus trece, pensó. Pobre. Se asusta si todavía lo besan en cualquier cachete. La gran ventaja de estos vecindarios es que terminas por enterarte de la vida de los otros, y esto crea una intimidad muy especial: tanto tú te enteras de que a Fulano le gusta oler ropa interior sucia, como Fulano sabe que, cuando a ti te toca, gimes con un dolo perruno. ¿Qué más puedes pedirle a la vida? Trabajas limpiando las botas de tu hermano, el médico del barrio, robas chucherías para callar las panzas de tu prole y tu vecino fantasea contigo. ¿Qué más puedes pedirle a la vida?

Una vez terminada su tarea, realizada con nocturna frecuencia, dirigió por indicación de la rutina su mirada a Diodo y, según lo acordado, éste huyó la escena para volver al cobijo de su cueva. Son las 0:35. Perfecto. Todo marcha bien. Ni siquiera tocaste el celofán. ¿Qué sigue? Limpiar la silla, platicar un poco con los ganchos y ver hacia las tablas (las que están reclinadas sobre la pared sin repello), poner los ojos en blanco y meditar, planear el sueño, no sin antes continuar con el tercer punto del contrato: abonar una palabra a tu novela, terminarla para un jueves y enviarla antes de la fecha, a ver si tus sueños por fin se animan a dejarte algo de bueno y te sacan de pobre de una vez por todas.

Bitácora del andasolo

Siglos de tinta fantasma

Balam Rodrigo



Creo en mi pueblo
que por quinientos años
ha sido explotado sin descanso.
Creo en sus hijos
concebidos en la lucha y la miseria [...]

Claribel Alegría


A Víctor Manuel y Gabriela, mis padres


1.

Han asaltado a mi padre en Malacatán, Guatemala. Varias mujeres armadas con miedo y un pedazo de metal afilado lo amenazan de muerte, lo injurian y abofetean mientras le arrebatan las mercancías y el dinero.
¡Mexicano ladrón! le gritan agriamente, esperando la aprobación del acto por parte de la muchedumbre que se reúne en torno al remolino, recelosa y colérica.


2.

Cerca de allí una veintena de hombres espera que mi padre les dé el primer motivo de violencia para lincharlo. No obstante la oscuridad y la humillación —escenarios de este infame abuso—, mi padre les deja mansamente y se escurre por las callejuelas hasta alcanzar la principal avenida que se ilumina con una brasa torpe.
Tiene en los bolsillos diez quetzales y el corazón entumecido en estropajos. El alma que le asiste lleva las alas rotas y el pájaro niño que habita sus recuerdos, ha gemido de impotencia.



3.

Son los riesgos de nuestra clandestinidad aprobada por el hambre, de nuestra irrealidad construida por las injusticias de la frontera y padecida por los hombres que vivimos del comercio en las calles.
Mi padre me enseñó este duro pero hermoso oficio: la acrobacia del vendedor ambulante, la venta de las múltiples mercancías de marchante en marchante.
El comercio de sueños entre aquellos que poco tienen para soñar.



4.

Funambulista entre los que nada tienen, mi padre:
Prestidigitador del vacío entre sórdidos suburbios.



5.

Mi padre regresa a la frontera a bordo de un destartalado automóvil cuyo tripulante maneja absorto en la bocaza de la noche. Al alcanzar la otra orilla del Suchiate, recobra los colores, pero también la fiebre de la miseria.
Después de una bocanada de aire aprieta los dientes y los puños. Estás en casa, se dice, pero bien sabe que son hipócritas estas palabras.
En condiciones de miseria nada hay que pueda llamarse hogar, sólo la muerte.



6.

De regreso a Tapachula, mi padre escupe fuera de la ventanilla del autobús y piensa en los caballos que montaba cuando niño dejándose llevar por el olor de aquellos caminos veteranos entre ceibas y cafetales mientras evoca el persistente rechinar del cuero recién curtido y engrasado de las monturas.



7.

En nuestra casa —húmedo y herrumbrado armatoste erguido a orillas de la ciudad— mi madre costura telas baratas de las que salen los vestidos ensoñados por sus clientas, y en cada puntada, en cada zurcido, ella bien sabe que deja un poco de sus días, los segundos desatados de su historia:
Hace todo con amor porque no conoce otro camino.
Sus magníficas obras de telas deambulan cubriendo varios cuerpos en las calles mediocres y su artificio es más conocido en estos barrios que todos los libros que yo frecuento.



8.

Hace unas horas, mi madre se pinchó el índice al bordar un ojal y presintió lo de mi padre, pero ha seguido trabajando hasta agotar los ojos.
De pronto, vuelve a sus cavilaciones y piensa en nosotros que estamos en la gran ciudad, en este nido de perros y ratas que pasamos la vida imitando a los seres humanos.



9.

Mi padre sigue absorto en el autobús y yo no quiero apartarlo de sus visiones, como tampoco a mi madre. Les dejo crecer en estas líneas perdidas donde quizá encuentren la paz que les ha sido negada por el hambre que nos persigue como una maldición desde hace siglos.
Y yo sigo buscando las nuevas palabras, hurgo las páginas de unos cuantos libros y trato de domesticar a la muerte para que nos abrace dócil, tierna, y nos reconozca al final del camino entre silbidos y marañas de bejuco.



10.

En esta página herida en la que escribo sobre mis padres lleno mis ojos con la textura de sus manos mientras las mías pierden su fuerza en el teclado del ordenador en el que vierto estas letras inútiles, estos siglos de tinta fantasma que no pueden forjar un poco de pan para los míos, pero que atestiguan su existencia y su memoria.

Qué otra cosa puedo hacer


Luis Ignacio Helguera: sótano y jardín


Mario Alberto Bautista


Cuando muera tendré sótano y jardín
LIH


A casi cinco años de su desaparición, después de releer los libros de poemas publicados en vida de Luis Ignacio Helguera, quedan la duda y la certeza sobre el destino de su obra. La duda respecto a si el tiempo podrá, de forma póstuma, restituir, de algún modo confirmar, la profundidad de una escritura breve quizá, deliberadamente, descuidada, y la certeza de que, en todo caso, ya no importa: los homenajes póstumos tienen siempre mucho más de sombrío que de jubiloso.
Se ha dicho que el arte es particularmente susceptible de expresarse de una forma “indirecta”, queriendo decir algo que está más allá de la superficie, en ámbitos no exentos de profundidad. En un comentario sobre un cuento de Henry James, “La figura en la alfombra”, dice Borges que el relato es, en esencia, un símbolo de la extensa obra de James: todos los elementos de un tapiz, cada trama, cada tonalidad, son importantes porque juntos hacen la figura. Es una bella metáfora de James acerca de sí mismo, de su propio trabajo.
La referencia acerca del escritor norteamericano, sin embargo, no es aplicable solamente a su obra. Se trata como es sabido de un hecho indisociable de la literatura: ésta “funciona” porque quiere decir algo más de lo que se lee a simple vista. Raymond Carver, por caso, dice en conocido relato: “Tienen que comer y seguir adelante. Comer es algo pequeño y bueno en una época como ésta”. Así podemos entender, en esta simple expresión, “comer es algo pequeño y bueno”, que los actos sencillos, las pequeñas cosas, parecen insignificantes cuando son pensadas de forma aislada, pero que al juntarse, minuto a minuto, pedazo a pedazo, forman, parafraseando a Helguera, el rompecabezas de nuestra vida. Y más, todavía: el rompecabezas, como el propio Helguera ha demostrado, no tiene que revelar una imagen triunfal: también existe el dolor, también existen la derrota y el fracaso; pero, de algún modo, la injusticia es necesaria, fatalmente indispensable, para recordarnos nuestro estado frágil y tangible, nuestro estado vivo, en consecuencia. De ahí que surga la pregunta: ¿es derrotista la escritura de Helguera? ¿Son sus poemas un testimonio del fracaso? Sí, quizá, pero se trata de algo más.
Acostumbrados como estamos a permanecer en un ámbito superficial, que no permite adentrarse en lo que se nos ofrece, tendemos a aceptar sin digerir la figura del perdedor. Los perdedores se convierten en antihéroes, y los antihéroes se convierten en los modelos más aceptables, en los mejores amigos, en los consentidos. La razón parece simple pero acaso no lo sea: tomamos lo que nos recuerda a nosotros mismos, a lo que explícita o secretamente deseamos abrazarnos. Y lo que nos signa es el fracaso. No se trata de las hecatombes de las que tanto gustaba Faulkner. No son “problemas del espíritu”, como el norteamericano advirtió, sino bagatelas, medianías, menudencias: piezas del rompecabezas que se manifiestan para señalar que todo “es ya sólo rutina”. Ésta filiación parece consecuencia de lo que Robert Langbaum sostenía: se reconoce lo que apela a nuestros sentimientos: identificación, empatía, una palabra, un concepto cada vez más en desuso: la comprensión del dolor del otro, la compenetración absoluta con su desventura.
Sí, el trabajo de Luis Ignacio Helguera es impresionante por su aparente sencillez. “Aforística”, “condensada”, “depurada”, su compacta obra, después de desaparecido el autor, sigue, sin embargo, resistiéndose a las clasificaciones, a los encasillamientos. En una reseña reciente de Zugswang, último y póstumo libro de poemas, José María Espinasa hace notar, aunque no se opone e incluso deplora la ausencia de la reunión en un único volumen de los poemas de Helguera, lo contraproducente y hasta absurdo que sería afanarse en querer “fijar”, mediante un criterio académico, el total de la obra poética de Helguera, que por lo demás es escasa: sería ir contra un espíritu que se resistió, como ya se dijo, a ser clasificado más allá de un “raro”, de un escritor “parco”, o “atípico”, o “perezoso”.
Tiene razón Espinasa: la obra de Helguera se resiste, e impedir la “fijación de su escritura” nos corresponde a nosotros, sus lectores, mientras, sin estridencias, sin aspavientos, tal escritura fluye, agónica y serena.

Poemas de Cecilia Romana*

Dos o tres cosas acerca de él


Me limpio la suela en el borde del cantero. Hice
dos cosas inexplicables. La primera: decirle a mi amiga
que se parece al personaje de McCullers ¿Por qué?,
pregunta ella con toda razón. No sé. Por lo alta, quizás,
porque tiene esa manía de estirarse la camisa para
esconder los pezones ¿Por qué?, vuelve a preguntar.
Porque le incomoda ser mujer, supongo. O porque
sabe que los hombres son todos unos cerdos.

Mick ―a ella me refiero―, tiene doce años. Compra
cigarrillos a escondidas. Cuando habla, se aplasta
el flequillo con el puño cerrado. Escribió en un muro:
Edison, Dick Tracy, Mussollini. Después,
en el primer lugar agregó a Mozart ¿Y en qué nos
parecemos?, pregunta mi amiga. Qué sé yo,
en que las dos usan pantalones de tiro bajo.

Desmontamos el puesto. Los libros grandes en el fondo,
los medianos arriba... Qué bien si yo pudiera
catalogar mi amor así de fácil. El sol
se adhiere como una sábana al último piso de la
biblioteca. Él se acerca: remera negra, zapatillas
Lotto. Cargado de hombros, se entiende,
por la edad. O porque sería mucho que
además de buen narrador fuera también atlético.
Él no usa cinturón, salvo en casos extremos.

En realidad son tres cosas, no dos las inexplicables.
Sumémosle a la primera que pisé caca de perro y debería
retroceder en mi aseveración de antes: no todos
los hombres son unos cerdos. Él, de hecho, usa anteojos,
señal de que, en algún sentido, no anduvo por la
calle apedreando a otros muchachos. Apostaría mis
suelas a que es limpio, ordenado y se duerme boca arriba.


***


Una bicicleta para dos escritores

Motor cars, handle bars,
bicycles for two…

Paul McCartney



Avanzo por Rodríguez Peña con mi bolsa de libros.
El vendedor de manteles canturrea: “proteja su mesa”.
Hace dos años, hacía lo mismo en la boca del
subterráneo de Congreso. Cambió de puesto. Estrategia o
como quiera llamársele, hace dos años, tampoco yo era
la misma: iba en bicicleta a visitar a mi hermano.
Trabajaba cerca de casa. Pero ya no. Es encargado de
una librería en el centro. A lo sumo, puede ofrecerme
una rebaja sobre el total de la compra.

Camino apurada. Siempre lo hago, aunque nadie
me persiga. Tarareo: motor cars, handle bars,
bicycles for two
. Todavía sostengo que Paul es superior
al resto. Incluso cuando mi hermano se empeñe: “parece
un mirlo con esos gorjeos”. Es una de las pocas
conjeturas que me acompañan en el tiempo. A pesar
de las pruebas en su contra: no hay canción más
sombría que “Junk”. De la misma forma que no existe
otro escritor ―no existe otro escritor sobre la tierra―, con
quien yo quiera compartir una bicicleta para dos.


***


Litoral


Cuando eras mi padre ―aunque acabaste
no siéndolo: todos los padres tienen que
caer y vos no ibas a convertirte en la
excepción-, yo pensaba que dejarte actuar
no podía ser tan erróneo. Reclinabas el asiento,
tu brazo, con la pericia de un arqueólogo,
atravesaba el mundo de mi remera sin
mangas, decías ―con un diminutivo adelante,
invariablemente―: el tren se lo llevó a los
cuarenta y dos años. Con mi abuela fue igual,
salvo por la línea, claro. Siempre pensé que
iba a morirme a esa edad y ya ves, la fecha
caducó, nadie está dispuesto a ocuparse de mí.

Cuando eras mi padre, yo, que me jacto de una
intrepidez próxima a lo viril, rogaba por
San Bailón, por la Casia, por Tours, que
no se te escapara la palabra “montonero” en
casa. Es un desliz, estoy de acuerdo, no había
forma de que no lo hicieras, y visto desde otra
perspectiva, tampoco tiene sentido, sin
embargo, esa manía de emparentarnos bajo
el múltiplo, de elevar a la potencia segunda
nuestro cuerpo en un auto, en una cama ―y
acabo de decir: “nuestro cuerpo”, como si
fuera uno-, acaso, si hubieras escrito
con aerosol una amenaza en la universidad, o
firmado el bendito decreto para incautar la
biblioteca, ¿no seríamos exactamente lo mismo?

La discrepancia radica en que cuando vos
eras mi padre, no podía tenerte miedo. No
podía, ni siquiera, impedir que mi mano, que
a duras penas me obedece, no tenía forma
de impedir que mi mano, por ejemplo, se
dirigiera por propia voluntad al sitio
de donde proviene el mal de este mundo
que es la generación. Cuarenta y dos años,
dijiste. Y preguntás: ¿vas a quedarte
siempre conmigo? Miro el plato que acaba
de servirte un mozo cualquiera. Pienso:
¿cómo le digo, para que entienda ―digo―,
cómo se lo digo? O sea, ¿cómo le explico el sí?


---
*Poemas del libro inédito Zoología del conejo.

Enseres para sobrevivir en la ciudad, de Vicente Quirarte

Carlos Flores

Hace ya muchos años que leí Enseres para sobrevivir en la ciudad. Dicho libro no es la “Obra” cumbre de Vicente Quirarte. Más bien, es, a mi parecer, uno de tantos libros (dicho sin afán despectivo) de este escritor defeño. Pese a lo anterior, desde la primera lectura me causó un bovarismo desquiciado. Libro ameno, Enseres..., habla de lo que, para bien o para mal, resulta necesario para quien desea sortear con creatividad los ires y venires dentro de la ciudad, pensemos, desde la escritura literaria. Hay, según Quirarte, algunos objetos que son casi fetiches del escritor. Sólo falta recordar que cuando la escritura inunda el blanco de cualquier superfice el lápiz resulta un compañero insuperable, sin olvidar, por supuesto, a la pluma (“fuente” agregaría Quirarte). El cuaderno, la mochila, la gabardina, entre otras cosas, son objetos que conforman las “herramientas” del escritor. Tinta para pluma fuente, paraguas, camisa limpia y bien planchada, cesto de papeles. Hay objetos que nos dicen mucho de quien los posee. Los enumerados arriba, darían cuenta de quién sabe qué especie de torturado animal de letras. Enseres..., es un libro íntimo, de un escritor inundado por una líbido escritural que lo personaliza. Un feliz ejercicio de escritura podría decirce y de Quirarte un hijo sin igual del edonismo. Enseres..., quiero creer, reclama como único requisito al lector compartir ciertas afinidades. Afinidades, por otro lado, que resultan “necesarias”, digamos, del escritor marcado por las temeridades de la vida urbana.