Dos o tres cosas acerca de él
Me limpio la suela en el borde del cantero. Hice
dos cosas inexplicables. La primera: decirle a mi amiga
que se parece al personaje de McCullers ¿Por qué?,
pregunta ella con toda razón. No sé. Por lo alta, quizás,
porque tiene esa manía de estirarse la camisa para
esconder los pezones ¿Por qué?, vuelve a preguntar.
Porque le incomoda ser mujer, supongo. O porque
sabe que los hombres son todos unos cerdos.
Mick ―a ella me refiero―, tiene doce años. Compra
cigarrillos a escondidas. Cuando habla, se aplasta
el flequillo con el puño cerrado. Escribió en un muro:
Edison, Dick Tracy, Mussollini. Después,
en el primer lugar agregó a Mozart ¿Y en qué nos
parecemos?, pregunta mi amiga. Qué sé yo,
en que las dos usan pantalones de tiro bajo.
Desmontamos el puesto. Los libros grandes en el fondo,
los medianos arriba... Qué bien si yo pudiera
catalogar mi amor así de fácil. El sol
se adhiere como una sábana al último piso de la
biblioteca. Él se acerca: remera negra, zapatillas
Lotto. Cargado de hombros, se entiende,
por la edad. O porque sería mucho que
además de buen narrador fuera también atlético.
Él no usa cinturón, salvo en casos extremos.
En realidad son tres cosas, no dos las inexplicables.
Sumémosle a la primera que pisé caca de perro y debería
retroceder en mi aseveración de antes: no todos
los hombres son unos cerdos. Él, de hecho, usa anteojos,
señal de que, en algún sentido, no anduvo por la
calle apedreando a otros muchachos. Apostaría mis
suelas a que es limpio, ordenado y se duerme boca arriba.
***
Me limpio la suela en el borde del cantero. Hice
dos cosas inexplicables. La primera: decirle a mi amiga
que se parece al personaje de McCullers ¿Por qué?,
pregunta ella con toda razón. No sé. Por lo alta, quizás,
porque tiene esa manía de estirarse la camisa para
esconder los pezones ¿Por qué?, vuelve a preguntar.
Porque le incomoda ser mujer, supongo. O porque
sabe que los hombres son todos unos cerdos.
Mick ―a ella me refiero―, tiene doce años. Compra
cigarrillos a escondidas. Cuando habla, se aplasta
el flequillo con el puño cerrado. Escribió en un muro:
Edison, Dick Tracy, Mussollini. Después,
en el primer lugar agregó a Mozart ¿Y en qué nos
parecemos?, pregunta mi amiga. Qué sé yo,
en que las dos usan pantalones de tiro bajo.
Desmontamos el puesto. Los libros grandes en el fondo,
los medianos arriba... Qué bien si yo pudiera
catalogar mi amor así de fácil. El sol
se adhiere como una sábana al último piso de la
biblioteca. Él se acerca: remera negra, zapatillas
Lotto. Cargado de hombros, se entiende,
por la edad. O porque sería mucho que
además de buen narrador fuera también atlético.
Él no usa cinturón, salvo en casos extremos.
En realidad son tres cosas, no dos las inexplicables.
Sumémosle a la primera que pisé caca de perro y debería
retroceder en mi aseveración de antes: no todos
los hombres son unos cerdos. Él, de hecho, usa anteojos,
señal de que, en algún sentido, no anduvo por la
calle apedreando a otros muchachos. Apostaría mis
suelas a que es limpio, ordenado y se duerme boca arriba.
***
Una bicicleta para dos escritores
Motor cars, handle bars,
bicycles for two…
bicycles for two…
Paul McCartney
Avanzo por Rodríguez Peña con mi bolsa de libros.
El vendedor de manteles canturrea: “proteja su mesa”.
Hace dos años, hacía lo mismo en la boca del
subterráneo de Congreso. Cambió de puesto. Estrategia o
como quiera llamársele, hace dos años, tampoco yo era
la misma: iba en bicicleta a visitar a mi hermano.
Trabajaba cerca de casa. Pero ya no. Es encargado de
una librería en el centro. A lo sumo, puede ofrecerme
una rebaja sobre el total de la compra.
Camino apurada. Siempre lo hago, aunque nadie
me persiga. Tarareo: motor cars, handle bars,
bicycles for two. Todavía sostengo que Paul es superior
al resto. Incluso cuando mi hermano se empeñe: “parece
un mirlo con esos gorjeos”. Es una de las pocas
conjeturas que me acompañan en el tiempo. A pesar
de las pruebas en su contra: no hay canción más
sombría que “Junk”. De la misma forma que no existe
otro escritor ―no existe otro escritor sobre la tierra―, con
quien yo quiera compartir una bicicleta para dos.
***
Litoral
Cuando eras mi padre ―aunque acabaste
no siéndolo: todos los padres tienen que
caer y vos no ibas a convertirte en la
excepción-, yo pensaba que dejarte actuar
no podía ser tan erróneo. Reclinabas el asiento,
tu brazo, con la pericia de un arqueólogo,
atravesaba el mundo de mi remera sin
mangas, decías ―con un diminutivo adelante,
invariablemente―: el tren se lo llevó a los
cuarenta y dos años. Con mi abuela fue igual,
salvo por la línea, claro. Siempre pensé que
iba a morirme a esa edad y ya ves, la fecha
caducó, nadie está dispuesto a ocuparse de mí.
Cuando eras mi padre, yo, que me jacto de una
intrepidez próxima a lo viril, rogaba por
San Bailón, por la Casia, por Tours, que
no se te escapara la palabra “montonero” en
casa. Es un desliz, estoy de acuerdo, no había
forma de que no lo hicieras, y visto desde otra
perspectiva, tampoco tiene sentido, sin
embargo, esa manía de emparentarnos bajo
el múltiplo, de elevar a la potencia segunda
nuestro cuerpo en un auto, en una cama ―y
acabo de decir: “nuestro cuerpo”, como si
fuera uno-, acaso, si hubieras escrito
con aerosol una amenaza en la universidad, o
firmado el bendito decreto para incautar la
biblioteca, ¿no seríamos exactamente lo mismo?
La discrepancia radica en que cuando vos
eras mi padre, no podía tenerte miedo. No
podía, ni siquiera, impedir que mi mano, que
a duras penas me obedece, no tenía forma
de impedir que mi mano, por ejemplo, se
dirigiera por propia voluntad al sitio
de donde proviene el mal de este mundo
que es la generación. Cuarenta y dos años,
dijiste. Y preguntás: ¿vas a quedarte
siempre conmigo? Miro el plato que acaba
de servirte un mozo cualquiera. Pienso:
¿cómo le digo, para que entienda ―digo―,
cómo se lo digo? O sea, ¿cómo le explico el sí?
Avanzo por Rodríguez Peña con mi bolsa de libros.
El vendedor de manteles canturrea: “proteja su mesa”.
Hace dos años, hacía lo mismo en la boca del
subterráneo de Congreso. Cambió de puesto. Estrategia o
como quiera llamársele, hace dos años, tampoco yo era
la misma: iba en bicicleta a visitar a mi hermano.
Trabajaba cerca de casa. Pero ya no. Es encargado de
una librería en el centro. A lo sumo, puede ofrecerme
una rebaja sobre el total de la compra.
Camino apurada. Siempre lo hago, aunque nadie
me persiga. Tarareo: motor cars, handle bars,
bicycles for two. Todavía sostengo que Paul es superior
al resto. Incluso cuando mi hermano se empeñe: “parece
un mirlo con esos gorjeos”. Es una de las pocas
conjeturas que me acompañan en el tiempo. A pesar
de las pruebas en su contra: no hay canción más
sombría que “Junk”. De la misma forma que no existe
otro escritor ―no existe otro escritor sobre la tierra―, con
quien yo quiera compartir una bicicleta para dos.
***
Litoral
Cuando eras mi padre ―aunque acabaste
no siéndolo: todos los padres tienen que
caer y vos no ibas a convertirte en la
excepción-, yo pensaba que dejarte actuar
no podía ser tan erróneo. Reclinabas el asiento,
tu brazo, con la pericia de un arqueólogo,
atravesaba el mundo de mi remera sin
mangas, decías ―con un diminutivo adelante,
invariablemente―: el tren se lo llevó a los
cuarenta y dos años. Con mi abuela fue igual,
salvo por la línea, claro. Siempre pensé que
iba a morirme a esa edad y ya ves, la fecha
caducó, nadie está dispuesto a ocuparse de mí.
Cuando eras mi padre, yo, que me jacto de una
intrepidez próxima a lo viril, rogaba por
San Bailón, por la Casia, por Tours, que
no se te escapara la palabra “montonero” en
casa. Es un desliz, estoy de acuerdo, no había
forma de que no lo hicieras, y visto desde otra
perspectiva, tampoco tiene sentido, sin
embargo, esa manía de emparentarnos bajo
el múltiplo, de elevar a la potencia segunda
nuestro cuerpo en un auto, en una cama ―y
acabo de decir: “nuestro cuerpo”, como si
fuera uno-, acaso, si hubieras escrito
con aerosol una amenaza en la universidad, o
firmado el bendito decreto para incautar la
biblioteca, ¿no seríamos exactamente lo mismo?
La discrepancia radica en que cuando vos
eras mi padre, no podía tenerte miedo. No
podía, ni siquiera, impedir que mi mano, que
a duras penas me obedece, no tenía forma
de impedir que mi mano, por ejemplo, se
dirigiera por propia voluntad al sitio
de donde proviene el mal de este mundo
que es la generación. Cuarenta y dos años,
dijiste. Y preguntás: ¿vas a quedarte
siempre conmigo? Miro el plato que acaba
de servirte un mozo cualquiera. Pienso:
¿cómo le digo, para que entienda ―digo―,
cómo se lo digo? O sea, ¿cómo le explico el sí?
---
*Poemas del libro inédito Zoología del conejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario