Un santo de carne y hueso
Rudy Maza
“¡Lucharán de dos a tres caídas sin límite de tiempo! ¡En esta esquina…!” Sentados en el suelo escuchábamos por la radio, muy atentos, las extraordinarias peleas de lucha libre entre los mejores héroes del ring. Existían peleadores altos y fornidos, flacos y gordos, rudos y técnicos: Black Shadow, Blue Demon, El Tarzan López, El Huracán Ramírez y otros más, pero nadie era tan espectacular. Su nombre lo decía todo: “Santo, el Enmascarado de Plata”: el único que no sólo se enfrentaba con luchadores en el cuadrilátero, pues también lo hacía con malhechores y asesinos en aquellas películas en blanco y negro; también combatía contra seres de ultratumba, contra vampiros y monstruos.
Rudy Maza
“¡Lucharán de dos a tres caídas sin límite de tiempo! ¡En esta esquina…!” Sentados en el suelo escuchábamos por la radio, muy atentos, las extraordinarias peleas de lucha libre entre los mejores héroes del ring. Existían peleadores altos y fornidos, flacos y gordos, rudos y técnicos: Black Shadow, Blue Demon, El Tarzan López, El Huracán Ramírez y otros más, pero nadie era tan espectacular. Su nombre lo decía todo: “Santo, el Enmascarado de Plata”: el único que no sólo se enfrentaba con luchadores en el cuadrilátero, pues también lo hacía con malhechores y asesinos en aquellas películas en blanco y negro; también combatía contra seres de ultratumba, contra vampiros y monstruos.
Así recordaba a ese personaje, héroe de mil historias, que no era un súper héroe ficticio como Superman o Batman, sino un tipo que veíamos por la televisión o de quien nos contaban sus múltiples peleas en la Arena Coliseo en la ciudad de México, y al que se veía conducir a altas velocidades un Jaguar convertible. Santo no sólo era eso, sino también el protagonista de la revista Santo, el Enmascarado de Plata, que editaba José G. Cruz, una revista en color sepia y donde siempre el Santo resultaba triunfador contra el demonio, apareciendo en el último recuadro de la revista con una luz proviniendo del cielo depositándose en su cabeza, como si se tratara de un iluminado.
Una mañana aparecieron en las calles de la ciudad pasquines con la noticia de una caravana de luchadores que llegarían al Cine Coliseo, que era el lugar donde se efectuaban las peleas de lucha libre y box.
Todo era expectación el día que llegó. Las grandes colas en la taquilla confirmaban que sería un éxito rotundo. Mi tío se había adelantado a comprar los boletos desde muy temprana hora y cuando los tuvo en las manos nos apresuramos a entrar a la sala del cine. Era un cine de forma ovoidal, extraño pues, para ver una película, los espectadores de los costados tenían que volver la cabeza de lado constantemente, cosa que resultaba fastidiosa. Posiblemente el edificio no fue hecho para sala de cine, mas bien era propicio para cancha de basquetbol. Nos sentamos en una zona donde los luchadores entraban y salían, de tal manera que estaríamos presenciando de cerca a nuestros ídolos del ring.
En la primera reyerta, se trenzaron materialmente en una lucha de tres contra tres el Espanto I, II Y III, contra las Momias de Guanajuato. Volaron sillas, cojines, sangre y mentadas contra los tres rudos que fueron los ganadores de la contienda dejando al público excitado, deseoso de ver la siguiente lucha en la que reaparecía uno de los más rudos de la lucha libre: El Médico Asesino, contra un enorme peleador de piel negra de nombre Dorrel Dixon. La pelea empezó y el público exaltado le pedía al Médico Asesino que le aplicara las “carótidas”, movimiento que consistía en presionar los trapecios y de esta manera adormilar al contrincante para poder vencerlo fácilmente; la noche pasó rápida entre gritos y aplausos, todo era emoción hasta llegar al momento esperado.
Se hizo un espacio de silencio para esperar a la estrella, la gente empezó de nuevo a impacientarse mientras más tardaban en aparecer los siguientes contendientes, el público empezó a exigir que se continuara o se devolvieran las entradas. Nuevamente subió el anunciador y con una desaliñada pero potente voz exclamó, haciendo alarde de ésta: “¡Lucharán de dos a tres caídas sin limite de tiempo! ¡En esta esquina, de 78 kilos, 300 gramos, el luchador más rudo de todo el continente americano: Cuasimodo!” El público gritó y rechifló en contra de este luchador que ostentaba una gran musculatura y cabeza calva que hacían que se viera terrible y malévolo; una pequeña joroba le resaltaba en la parte posterior de la cabeza. Subió con rostro de pocos amigos, retando al público con señas groseras. La multitud le respondió con improperios que a muchos le resultaban graciosos. El anunciante gritó de nuevo: “¡Y en la esquina contraria, de 70 kilos, 500 gramos, el ídolo de México: Saaaanto, el Enmascarado de Plata!” El público aplaudió fuertemente gritando alabanzas y hurras a favor del plateado luchador que subía con gran vigor al cuadrilátero luciendo una preciosa capa plateada con el interior escarlata. Todos los niños que estábamos ahí nos quedamos perplejos viendo, como si fuera un sueño, al extraordinario ídolo.
No dábamos crédito: teníamos ante nuestros ojos a el Santo, al héroe de películas, cuentos y revistas, a aquel personaje que había enfrentado momias y vampiros, que peleaba con veinte malhechores y siempre salía ileso. El Santo levantó los brazos para saludar cuando de pronto una silla de madera se le incrustó en la espalda provocando que se fuera de bruces. Cuasimodo había comenzado la pelea. El público encolerizado protestó enérgicamente al réferi alegando una falta indiscutible, el tercero en el cuadrilátero ayudaba a el Santo a ponerse de pie, de pronto este se levantó rápidamente y quitándose la capa se enfrentó a Cuasimodo y, tomándolo de un brazo, lo jaló para estrellarlo en las cuerdas para al rebotar esperarlo con fuerte golpe en el pecho. Cuasimodo se fue de espalda hasta la lona, rápidamente Santo se subió a las cuerdas y con increíble destreza se lanzó cayendo encima del fornido luchador rudo, aplicándole una de sus mejores llaves: la “alejandrina”. El réferi rápidamente se tiró al suelo y después de tres palmadas en la lona le levantó la mano a Santo que así ganaba la primera caída.
En la segunda caída los luchadores combatieron fuertemente pero en un descuido de Santo, el luchador rudo sacó de sus ropas la mitad de un limón y, sin que el plateado pudiera evitarlo, se lo frotó en los ojos dejándolo ciego momentáneamente para así golpearlo a diestra y siniestra. La gente volvió a protestar al réferi más enérgicamente y de pie: “¡Referí vendido, te dio dinero ese pinché pelón!” Cuasimodo levantando los brazos arremetió con toda su humanidad contra el Enmascarado de Plata, propinando un fuerte golpe en la espalda, que hizo que se diera de frente en la lona y quedara inmóvil a mitad del cuadrilátero. El réferi presuroso volvió a tirarse a la lona y golpeando tres veces el piso se paró para levantarle la mano al descabellado luchador.
La tercera caída daba comienzo. Santo con rapidez aplicó un fuerte candado a Cuasimodo para incrustarlo en uno de los postes de la esquina. El enmascarado subió a la tercera cuerda y, volando prácticamente, le dio un fuerte tope en el pecho a Cuasimodo. El público se puso de pie para aplaudir el fabuloso lanzamiento. El plateado agradecía con las manos arriba, cuando nos dimos cuenta que Cuasimodo se incorporaba y con la cara encolerizada, avanzaba hacia el Santo. “¡Cuidado Santo!”, gritamos varios, pero era demasiado tarde: Cuasimodo había tomado de los pies al enmascarado y lo hizo caer. Cuasimodo aprovechó para darle una infinidad de patadas y luego tomó con las manos la cabeza de Santo y la golpeó contra el suelo. “¡Lo está matando pinche Glostora!”, gritó fuertemente uno del público al réferi que no intervenía en esa masacre.
Pensé que Santo no podría levantarse más después de aquella golpiza, que sería su fin, pero eso no podía ser: Santo era invencible. Nunca imaginé en ese tiempo que todo era mentira, que los luchadores actuaban como si fuera una obra de teatro bien montada. Un espectador le lanzó a Cuasimodo una botella de cerveza dándole en la calva y provocándole una herida que de inmediato sangró. El réferi al darse cuenta de inmediato corrió por una toalla y se la puso en la parte posterior de la cabeza para detener la hemorragia. Santo se había incorporado. Cuasimodo al darse cuenta tiró la toalla y se abalanzó contra él, y la pelea continuó varios minutos más, pero Santo le aplicó una llave que no podría quitarse jamás, venciéndolo en la tercera caída y ganando la pelea.
El público subió al cuadrilátero para pasear al triunfador en hombros por toda la arena y llevarlo después a la calle. Corrieron con el Santo en hombros, pero cuando se encontraban cerca de donde yo estaba no se dieron cuenta del tubo protector que rodeaba el ring y al detenerse bruscamente, el Enmascarado de Plata salió volando por los aires y, ni con toda su experiencia, pudo evitar caer de rodillas en el suelo para no darse un golpe ni que el protector de sus rodilleras se rompiera y comenzara a sangrar. “¡Suéltenme hijos de la chingada, ya me dieron en la madre pinches chiapanecos!”, gritó el luchador. Me quedé sorprendido al ver al legendario Enmascarado de Plata sangrando de las rodillas y con voz aguardentosa mentarle la madre a sus seguidores que lo veían asombrados. Todas las buenas imágenes de mi ídolo se borraban, me daba cuenta, o tal vez me empezaba a dar cuenta, que el enmascarado no era más que un Santo de carne y hueso.
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