sábado, 26 de abril de 2008

El interfecto amor



José Ricardo Báez González

Entre los zapatos negros, salpicados por el barro que producía la fuerte lluvia; entre las sombrillas negras, estaba ella. ¡por Dios hacía tanto que no la veía! Pero parecía que el tiempo no hubiera pasado, seguía siendo ella, perfecta. Caminaba sin mirar a su lado, con unas gafas negras que ocultaban su dolor; un gabán oscuro que con cada taconazo que daba se entreabría para mostrar su delgada figura adornada con una hermosa falda que le llegaba un poco más arriba de sus rodillas; hubiera dado lo que fuera por verla reír en ese instante pero era imposible.
Tenia ganas de fumar, de drogarme lento y despacio hasta que una hemorragia me dijera que era imposible inhalar más, quería tener sexo con alguna de aquellas chicas que siempre nos acompañaban, pero ya era tarde, perdí mi tiempo en eso. Y ahí seguía ella, mezclándose entre la gente; yo me acerque lo más que pude para verle el rostro. Era inconfundible, las gafas con gotas de lluvia deslizándose por los lentes; su fantástica nariz, que si la mirabas de lado no podías entender la forma, pues de frente lucía más hermosa; su pequeñísima boca de labios apretados, esos que solo aquella noche probé; sus pómulos tan divinos y sencillos; sus pecas que provocan; el cabello ondulado hasta sus senos pequeños y su piel albina, ella era más blanca que la luna, lo juro. Tenía como veinte años encima, pero parecía la misma niña inocente que conocí, hermosa y de palabras frágiles de la que me había enamorado. De pronto mis ganas de fumar, de drogarme y de tener sexo cambiaron por una obsesión repentina de desearle ver los ojos. Lo poco que recuerdo de el color sus ojos era que dependía de muchas cosas; por ejemplo por las mañanas, casi de madrugada los tenia negros y tenebrosos; al medio día eran cafés, como los míos; a las cinco con el sol de frente a su cara eran verdes en sus bordes y amarrillos en el centro; y por la noche, casi no los abría. Pero también dependía de cómo se sintiera, cuando lloraba eran azules, como el hielo; cuando estaba alegre, tan verdes como esmeralda viva, y cuando estaba furiosa eran morados. Nunca me dieron miedo, me encantaba ver sus camaleónicos ojos y tragaba mis palabras solo por poder admirarla toda una vida; una vida que ya había perdido. Lo que más recuerdo de ella, fue lo que paso aquella noche; recuerdo que todo empezó con una o dos botellas de vino, acompañadas de la música de Fito, el piano y las guitarras proporcionaban un ritmo para cada movimiento que hacíamos, ella abrazaba la almohada, su pelo parecía un río que se extendía sobre la funda, la sabana empezaba a pegarse a nosotros, ya éramos sólo un cuerpo, ya éramos sólo besos, gotas de sudor con sabor a whisky, aliento a nicotina, suspiros y gemidos marcados en el compás que nos daba la música, la sábana se hacia más pesada en mi sudorosa espalda, sus ojos se cerraban y se volvían a abrir lo suficiente para ver mis ojos, sus mejillas estaban rosadas como nunca antes habían estado, sus labios exhalaba un delicioso sabor a vinotinto, y su vientre delgado completamente empapado de amor. El sacerdote de estola morada empezaba a decir unas palabras; no se por qué rezan, nunca creí en Dios, estaba tan aturdido con esos rezos que decidí alejarme un poco y sentarme cerca de un charco asqueroso, café y lleno de zancudos; gire mi cabeza para saber si ya habían terminado los rezos y ella estaba a menos de medio metro mío, me aterré tanto que camine como cangrejo cayendo en ese asqueroso charco, vi que ella volteó a mirar sin darle mayor importancia. Así era como debería haber muerto, en un charco de mierda, con los zancudos en mi cabeza y con mi ojo izquierdo viéndola fumar. Me puse de pie, la observé, detalle cada pelo que iniciaba café para terminar en sus extremos dorados, cada pestaña rizada, cada peca, su perfección al pararse para fumar, su boca que se abría para dibujar una “o” con sus labios, por donde exhalaba un humo azul denso que peleaba con el viento y se perdía con las gotas que aun caían.
Estaba enamorado, hasta ahora me daba cuenta, cómo puede se posible que en el momento en que no puedo hacer nada ella se me aparezca, tan hermosa, tan perfecta, tan callada, tan blanca. Ella fue la primera, y ha debido ser la única, mi vida fue un completo asco. Había entrado en pánico, seguramente ella me espero todos estos años, y yo encerrado en mi mundo de sexo, drogas y chill out; encerrado con la misma gente, durmiendo sobre dólares y jeringas, haciéndolo con cualquiera de las prostitutas que nos acompañaba en una noche de juerga. Eso nadie lo sabe, para mis padres fui el hijo ejemplar, pero no era así, mi vida fue una porquería y no aprendí nada, deje pasar las oportunidades que me había dado la vida; la deje pasar a ella. De nuevo caí vencido por el temblor de mis piernas, el frío me atormentaba, lo sentía carcomer mis entrañas, de mis ojos comenzaban a brotar lagrimas que se las llevaba el viento antes de que tocaran suelo, volví a mirar mi tumba; ella ya había terminado de fumarse su cigarrillo y volvía caminando lento para esconderse entre los demás.
Permanecí sentado ahí llorando mucho tiempo, la lluvia ya casi había cesado, encima de mi ataúd ya solo había tierra; era mi fin, ya nadie nunca volvería y yo estaría ahí acostado esperando a que los gusanos se comieran mi carne sudada, esperando que ella me perdonara; sintiendo el frío de la soledad, ahogándome en la lluvia y el barro. Ella prendió su último cigarro, se lo fumo a bocanadas lentas dejando un poco de su labial rojo en el filtro, sabía que estaba hablando conmigo pero yo no la oía; de pronto detrás de sus oscuras gafas derramaba delicadas y perfectas lágrimas. ¡Que dolor el que yo sentía! Ahora se alejaba caminando, intentando esquivar los charcos del cementerio, y yo no paraba de llorar, reclamándome a cada instante mi estupidez. Lo entendí, no había muerto de la enfermedad que me catalogaron los médicos, había muerto por ella, había muerto por la ausencia de su amor.

José Ricardo Báez González. Colombia.