sábado, 26 de abril de 2008

Desventuras del profesor que escribe



Vicente Quirarte

Siempre tendrá un doble pretexto para justificar sus infidelidades a los que considera polos de su vida: no puede escribir porque tiene toneladas de trabajos que revisar. No puede ser un buen profesor porque sus energías mejores están dedicadas a la literatura. Uno, acaso el más pedante, dirá “mi obra”. Como nadie vive aún de lo que escribe, el escritor en ciernes ingresa en una carrera humanística, casi siempre de letras. Si verdaderamente ama a la Ingrata -la literatura- con la ingenuidad y la devoción de amateur, pretende servirla con absoluta entrega, enseñándola. De las actividades laterales a la escritura misma, la de profesor es la que más se le aproxima y la que se encuentra al mismo tiempo más lejana.
Aún no termina su licenciatura y ya está, impaciente y brioso, como potro en la línea de salida, dispuesto a demostrar todo lo que sabe, porque lo sabe todo, menos que la vida está divorciada de las letras. Comienza a dar clase a muchachos de enseñanza media apenas mayores que él. Los adolescentes, como toda fauna natural e instintiva que se respete, están preocupados por cosas más tangibles e inmediatas que el fervor de Dante por la pálida Portinari. No importa. El profesor-escribiente da batalla con sus mejores armas, se desgañita, amenaza. Sus defensas se anulan cuando las mujeres que pueblan sus lecturas se materializan de pronto en la adolescente de la primera fila que no deja de mirarlo, le dice buenos días con una modulación que ni Mozart en sus mejores días y le sostiene la mano más allá del saludo.
Los paseos por semejantes purgatorios tienen diversas características, como diferentes son los círculos del infierno. Imaginemos al profesor en su primer día de clases frente a un grupo exclusivamente de varones, en una escuela particular de niños bien, rechazados de las demás escuelas. A esta triple calamidad añádase que la autoridad brilla por su ausencia. A la salida, el profesor-escribiente llegará a casa a componer versos desesperados donde hable de la incomprensión del mundo. Sin embargo, al día siguiente, mientras se anuda una de sus dos corbatas y piensa en la estación Pino-Suárez del metro, se dirá que aun Quevedo y Hölderlin tuvieron que desempeñarse como profesores, lo cual no los rebaja ni los hace mejores poetas. Lo que no se explica es por qué sus poemas son rechazados de todas las revistas a donde los ha enviado, ni por qué su novia se ríe de los poemas que, en opinión de su autor, son los más serios.
En principio, las cosas marchan mejor cuando el colegio es exclusivamente de niñas. Por desgracia, casi todos los colegios de niñas son de monjas y los que no lo son manejan un discurso moral cuya rigidez y dobleces espantarían a nuestros más acérrimos clericales decimonónicos. Con más colmillo, algún primer libro y más horas de vuelo, el profesor-escribiente puede aterrizar en otro coto privilegiado: el de las señoras que huelen bien y pagan regular, como decía el gran Luis Rius, quien cautivaba doblemente desde su entrada en escena hasta la demostración de sus múltiples sabidurías. En estos grupos de mujeres bien vestidas, bien comidas, ávidas de vida, las desventuras del profesor-escribiente pueden mitigarse y llevarlo a vivir en la economía-ficción provocada por los banquetes donde también es invitado el bufón del rey.
Cuando el profesor-escribiente llega por fin a la universidad, las cosas cambian y no. Vuelve a las excusas del principio pero ahora, como ya ha escrito más y tiene -como se dice- más tablas, siente que su palabra es ley y descubre que ser profesor no es tan malo. Que es una bendición si nos ponemos a pensar en que Flaubert consideraba que había que ser un monstruo para hacer realmente algo en esta carpa malagradecida. Y cuando sale de dar una clase que ni siquiera ha preparado, sonríe mientras piensa en que los grandes escritores han sido malos profesores, y piensa en Luis Cernuda y Ramón López Velarde. Claro que, con mala intención, podríamos echar a perder su momentánea alegría si le citamos nombres como Sergio Fernández. O fray Luis de León.

No hay comentarios: